martes, 25 de enero de 2011

Cliché


El Cadillac El dorado era negro, opaco, algo salpicado de barro seco y rojizo. Dobló a la derecha, tres cuadras en cinco cuadros, sin embargo pasaron casi dos minutos. Luego un portón enorme, típico, algún granero o desarmadero de autos, lo de costumbre. El sol de frente, templaba la escena, igual que los tapizados interiores, las chapas del techo de ese galpón inmenso, la cinta fucsia de la capellina de ella, muy rubia, lentes oscuros y collar de perlas, verdaderas perlas, caras. Alguien tiraba desde adentro, intuyo que un par de personas al menos, era pesada la puerta, y se abría, de a poco pero constante. Barriles apilados, muchos, seguramente whisky, probablemente pólvora y algunas metralletas, se divisan difusamente al fondo, custodiados por varias personas de trajecitos negros y sombreros de un ala. Para cuando habían terminado de hacer fuerza ellos, él y ella, ya se estaban bajando del coche. Entonces, como era de esperar, apareció la policía muy de lejos, obviamente todo azul, las luces de las sirenas, los patrulleros, el cielo despejado que parecía otro, algo de agua. Es que debe haber cierto contraste, como corresponde. Corrieron hasta un Corvette, anacrónico, sí, aunque funcionalmente descapotable, y salieron echando polvo. Los uniformados habían ganado terreno, no demasiado, sólo el necesario para que la bala, que  indudablemente habría surgido del estruendo escuchado poco antes, alcanzara el hombro de él que conducía. Pidió ayuda a su compañera que dejó en el asiento trasero tres bolsos que cargaba sobre su falda, buscó algo en el piso del auto, una venda, alcohol, supuse, una barra de acero que impactó en la nuca del hombre herido. Mucho más lógico. Abrió después la portezuela y lo empujó haciendo fuerza con ambas piernas, cayó en la carretera, mientras ella tomaba el volante y aceleraba para que nunca más la volviesen a ver.
Prendieron las luces, tiré el vaso de los pochoclos y busqué la calle, fría, la soledad, fría, de una noche de martes marplatense en agosto. Si la gente escaseaba en la peatonal y en la rambla, más aún en un centro comercial de las afueras. Caminé dos cuadras alejándome de la costa, me paré en la esquina, delante del hotel. Empezaba a helar y no resistí la tentación de fumar un cigarrillo, revolví cada bolsillo de la campera, pero no encontré ninguno. Tal vez porque no fumo. Esperé: la rodilla doblada, la suela izquierda contra la pared y las manos escondidas entre la ropa. Ya había arreglado todo en casa para no volver por un mes y  medio, que podían hacerse dos o tan sólo veinte días. Yo estaría en algún congreso por Bruselas o Cochabamba, no recuerdo en esta ocasión. Era odontólogo. Ella no tardaría en llegar, de todas maneras era temprano, yo siempre estaba quince minutos antes.
Pasaron más, veinte, hasta que el auto oscuro que la traía se arrimó al cordón y se detuvo. Tuve que esperar que quitaran la traba de seguridad para poder subir en el asiento trasero, y ahí estaba, algo nerviosa: todo va a salir bien, te lo prometo. El chofer arrancó en silencio, sólo el ruido del motor diesel que nos llevaba a un lugar tranquilo, donde no nos encontraran.
Solíamos alojarnos en casas alejadas de la ciudad, por lo menos desde que trabajo en esto, unos cuantos años ya. Incluso de antes, se dice que en una ocasión habían secuestrado a un chico de no más de dos años y que el cuidador al encontrarse con él sintió culpa, se fue, pero el pibito quedó solo en un lugar tan recóndito que no lo pudieron ubicar, ni siquiera el jefe supo dónde estaba. Debe haber muerto de hambre. Por eso ahora elegíamos zonas periféricas pero accesibles, y por lo menos se asignaban dos personas a cada caso, en realidad más, me refiero a quienes tienen contacto directo. Igualmente los grupos de trabajo nunca son demasiado numerosos, había un chofer, un informante, un negociador, el encargado del abastecimiento y el cuidador, ese era yo. Después sí había otros que se ocupaban de detalles, los que recién empezaban. El jefe tenía los contactos y conseguía los negocios, ponía el lugar y después reclamaba su parte, no se metía en lo demás. Esta organización es necesaria, cada uno conoce solamente a cuatro, cinco compañeros máximo. Así si alguno cae el resto no corre peligro.
La mayoría de las veces era así, hoy era distinto: trabajaríamos en el acuario abandonado que está cerca de la ruta, y las personas encargadas se reducían al mínimo, debería tratarse de algo fácil, sólo un chofer nuevo, el negro Carrizo, que haría las veces de proveedor y de investigador, y yo, que tendría además que negociar el rescate.
Los primeros días siempre resultaban aburridos, hay que esperar que pasen, se alargan, se estiran, pero terminan por desaparecer. La lógica es que la angustia se vuelva insoportable, sin noticias al principio, sirve. La gente después se predispone mejor, se puede negociar más fácil, se les ablanda el bolsillo. Bien, por suerte estos días más pesados ya habían pasado. El negro me había conseguido el número de teléfono. Yo estaba nervioso, ya expliqué que era nuevo en este departamento, lo mío no eran las relaciones públicas. No terminaba de decidirme. Una lámpara de cuarenta watts colgaba sobre nosotros, un cable azul, otro verde, pendular, descubría los rincones del galpón, en otros tiempos reservado para las focas. Un tacho de pintura, de veinte litros, vacío y con olor a lavandina, aserrín, un charco de aceite negro, la mordaza húmeda, el estuche de cuero de un violín, sintético, la saliva, sangre, un plato de fideos con albóndigas, fotos, una banqueta que no esconde del todo algunos rastros de goma espuma, “Paparazzi”, una jarra de plástico verde con vino tinto, una pluma, el negro sacándose cera con el meñique izquierdo, Jessica Rabbit asomando la pierna desde un poster, y yo tratando de hacer tiempo,  buscando palabras para armar las notas de rescate: el plan B.

 ¿Vos estás seguro de que no van a ubicar el número?... Qué número gaita cagón, si tenés que llamar de un público...¿Y la voz?... por más que ande medio resfriado ¿Me conseguiste un distorsionador aunque sea?... No hace falta, conocés algún pariente de la mina, no, entonces dejá de joder.
Manoteé la campera del respaldo de la silla.
Tuve que caminar demasiadas cuadras, llegué, cagado de frío, castañeteando los dientes, pero de los nervios. Soplé humo blanco, metí la mano en los jeans, saqué una moneda de veinticinco, plateada, del noventa y siete. La giré en los dedos: REPÚBLICA ARGENTINA. EN UNIÓN Y LIBERTAD. Recordé intentando tranquilizarme, in God I trust. Después extendí el índice, como amenazando a la cabina: cuatro seis uno, cinco tres, cinco tres (disculpen, eso no debía decirlo, otra vez: cuatro seis uno, mm mm, mm mm). Por fin tuve tono. Uno, dos, cinco; insistí, tres, cuatro. Por fin no lo tuve. Subí el cierre de la campera hasta cubrirme la boca.

¡Negro boludo y la puta que te parió! ¿Qué número me pasaste?, no atiende nadie, ¿me estás timando, imbécil? No, si me voy a poner contento, mirá, no ves, me estoy riendo: ja-ja-ja. No, “no me lo puedo olvidar porque es casi igual al de la empresa telefónica”. Haceme el favor de llamar a alguien y asegurarte de que sea ese el número. O te voy hacer caminar a vos todas las cuadras que caminé, y con el frío que hace afuera. A lo mejor esto pasaba seguido, pero repito: era mi primera vez. Más frustrante de lo que esperaba.
 Azul estaba atada, con la mordaza floja, en el cuello, en el colchón. En los pies, descalzos, una frazada. Le pregunté algo, no me acuerdo qué, antes de darme vuelta. Dormía con un sueño profundo, impenetrable, las piernas muy juntas. Dormía sola, sin sus ojos, verdes. En ese momento la quise, dulce, inocentemente. Algo más que compasión. En ese momento la odié, no desde mí, que la cuidaba, sino desde mí, que la negociaba. Pero negocios son negocios, eso quedaba claro. Por eso encendí la radio, por eso miré cada hoja de cada revista, y recorté algo, unas palabras: tiempo, dinero, silencio, morir, dinero.
Cuando se abrió la puerta ella se estaba despertando, y  Carrizo, antes de sentarse, puso a calentar más agua en la pava. Según él llegaba con buenas noticias, igualmente el número telefónico es el mismo que te pasé ayer, dijo. De todas maneras es temprano, veamos el resto, tomemos unos mates tranquilos y después voy a llamar. Ya hice unas cuatro o cinco notas de rescate por si no conseguías novedades sobre el teléfono, por las dudas las voy a tener a mano. La mina la verdad que no chistó en toda la noche, para ir al baño solamente. Estaba por prepararle unas tostadas y todavía queda mate cocido de ayer a la tarde.  Todo en orden. Se escuchó el ruido del agua casi hirviendo y él se levantó para pasarla al termo: no me apagues el fuego que tengo que calentarle el desayuno. Comimos unas tortas negras que había traído el negro, buenísimas, todavía estaban calentitas, y mate, mucho mate ¿Está fresco afuera, no?- le pregunté mientras trataba de ponerme los guantes. Quedate acá que voy hasta el público, en un rato vuelvo, ¿necesitás que te traiga algo? Cigarrillos, gracias.
Tal vez no hiciera tanto frío, a lo mejor fuera el humor o que no estaba tan nervioso, pero las cuadras se me hicieron más cortas. Busqué la misma moneda del día anterior y marqué rápido: Buenos días, Matute habla… Buenos días, escuchame y no preguntes nada, no sabés quien soy pero tengo a tu mujer… bueno a tu hermana… no importa eso, no me interrumpas o corto. Azul está bien, por ahora, y va a seguir así si vos llevás mañana a la noche medio millón de dólares… basta!!!, ni cheques, ni tarjetas de crédito:  medio millón de dólares, a las tres y media de la mañana en la garita de Diagonal Vélez Sarfield y la costa, sin policía y sin más gente, vos y la plata…
Encontrar cigarrillos de los que fumaba el negro era un poco más difícil que improvisar aprietes telefónicos, tuve que andar un rato largo. Cigarros rubios suazilandeses por favor, sí, de siete: cuarenta y dos dólares, gracias. Sí, eran estos, gracias.

Te digo que atendieron, sí, le di un par de indicaciones, lo básico, a la tarde vuelvo a llamar, a ver si consiguieron la plata; pero ya está, no te hagas drama, en esta semana ya la podemos largar. ¿Vos hablaste con Pablo? El cincuenta por ciento, y que no se queje, yo no negocio más, y si no le gusta que busque a otro que le haga los trabajos. Hace mucho que nos conocemos, ya sabe como son las cosas, que no rompa más las pelotas. Escuchame: llevate estas notas por si hacen falta, yo llamo en un rato y te aviso si tenés que llevarlas a alguna parte. Disculpá Azul, ¿vos necesitás algo?, ahora te alcanzo un abrigo y te prendo la estufa. Andá tranquilo negro, yo me ocupo, dejame las llaves del auto, eso sí.

La manta era marrón, amarilla, a cuadros, gris, y una capucha. La llevé hasta el Mehari, amarrada, y salimos a tomar algo de aire, en segunda hasta El pato, buscamos unos churros y después el camino viejo a Miramar. La idea era encontrar otro teléfono, pero tardamos bastante, teníamos que esquivar las avenidas. La avenida. Subimos una cuadra antes y doblamos al sur, mientras repasaba detalles técnicos. Tal vez la parada de colectivos acordada estuviera demasiado expuesta, seguramente fuera así. Hacía falta un plan B, el teléfono lo buscaría después. Me quité la bufanda y la hice un bollo entre la cabeza dormida de Azul y la ventanilla mal abierta del mehari. Volví casi hasta la ruta y busqué la cámara digital en la guantera. All you need is love a las seis de la tarde en alguna radio: planos, planes alternativos. Cada tanto, en la banquina, arbustos arenosos de metro y medio de altura, dos, una posible entrada para el coche; una losa y poco menos de tres paredes sin revoque quince quilómetros más lejos, treinta pasos de pastos largos tierra adentro; una barranca desdentada, árboles torcidos y viento que en la noche sería frío. Guardar, álbum: la tecnología puede ser grandiosa, pero es muy difícil de usar con dedos como los míos y letras tan chiquitas.
Empezó a despertarse por los hombros, como quien baila en una comparsa, se cayeron la bufanda y las vendas flojas, justo a tiempo para mostrarle las fotos (y los arbustos más verdes), para explicarle lo que sucedía con el lugar anterior, para pedirle una sugerencia. Ella me mira y sonríe por debajo de la mordaza que le desato: decime qué te parece, pero no grites, es inútil, peligroso. Detrás, una ambulancia apaga las luces por una mancha de aceite oscuro, se desarma en cámara lenta contra el semáforo del retrovisor. Yo arranco y sigo, pero ella no grita, me abre la mano despacio y toma la cámara con tres dedos: pulsa una vez, revisa, dos veces, y un plano corto del foco, de sus ojos más claros, me muestra que las fotos son mejores que las mías: la bajada polvorienta de una playa privada que sólo abre entre noviembre y marzo, y una casilla precariamente tapiada; un cielo sepia sobre el mar revuelto por simple placer estético, igual que el gato en el asfalto. Y se ríe más, con las pupilas y el zoom de la maquinita que, sin movimiento, encuentra un teléfono y un barrio. Reorganizamos.
Cambiamos la entrega negro, sí, por eso, es lo que yo decía. Ya llamamos también, de todas formas ahora busco más recortes para que queden por cualquier cosa. Mirá, ahí tenés el lugar nuevo, en la carpeta que dice “lugares ideales para cambiar perejiles a precio dólar”. La cuarta o quinta foto, la del zucucho sí. Es excelente, además sale justo a una calle transversal, de poco tránsito, no hace falta llegar por la ruta ni preocuparse con la caminera.
Consideré el brillo del diente de lata como una aprobación.
Llamalo a Pablo, decile que esta noche lo hacemos, y avisá en casa también, haceme el favor, deciles que el congreso terminó antes porque faltaron un par de médicos, lo que te parezca, que yo estoy volviendo pero que en el aeropuerto no había señal. El tipo dijo que tenía la guita, no lo estiremos más. Dale, hacelo rápido así cuando volvés ya cenamos y podemos ver una película tranquilos antes de salir. Tomá, llevate los guantes que hace un frío de recagarse, uno de esos fríos punk que cala los huesos.

La palidez de Carrizo cuando volvió a entrar indicaba que la temperatura había bajado entre cuatro y seis grados. El olor en el aire, que el aceite estaba caliente. Yo cortaba papas y Azul, siempre maniatada, rebosaba las milanesas para ganar tiempo. Teníamos hambre. Traje vino, gallego, y snacks para después. El morocho abrió el tetrapack, ella acercó el pan antes de sentarse. Todo listo eh, dos y cuarto  vienen a buscarnos, es el mismo auto que nos trajo, alcanzame el limón, nena, gracias. Pasamos por el videoclub y tipo dos y media andaremos por allá. El jefe nos espera acá a la vuelta. ¿Entendiste? Sí negrito, gracias. Poné el cassette. Amarré a Azul en una silla y la cubrí con la frazada, no fuera cosa que nos quedáramos dormidos, serví dos medidas de Criadores y dos hielos, aflojé el foquito de cuarenta y tanteé azarosamente el “play”: Warner Bros pictures, Ridley Scott, Philip Dick, presents, Blade Runner...

“I'm not in the business. I am the business”... Stop, negro, stop, están tocando la bocina, abrigate, vamos. Dejala puesta, la terminamos de ver mañana y la devolvemos, metele. Esta vez el auto debió esperarme a mí. Subí adelante, yo voy atrás con la chica, andá mostrándole con la camarita cuál es lugar nuevo y explicale para que se ubique. El paraje era perfecto, en el trayecto terminaba de convencerme de la decisión: muchos pozos en la calle, ni una luz, ramas. Además la distancia no variaba demasiado, en menos de quince minutos estábamos llegando. Bajamos a la playa sin notar que hubiera nadie todavía: la impuntualidad puede costar el trabajo. Apagamos las luces y el motor.  No sé en qué venía, me olvidé de preguntar,  pero no debía tardar en llegar, faltaban unos minutos: aún así, otro auto se acercaba por la entrada de tierra y se detenía a unos metros.
Hacele señas, yo bajo primero, solo, le dije al chofer, y, junto con la sombra que bajaba a la distancia, abrimos las puertas al mismo tiempo: buena señal, parecíamos entendernos desde el principio.
¿Matute? Bien, ella está en el auto, mostrame el maletín con la plata, abrilo, y la saco: a la distancia, al alcance de la linterna, se distinguían varios billetes verdes. Moví los dedos a la altura de las orejas para que la trajeran, después los enderecé quietos: Esperá Carrizo, esperá que reviso la guita!! A ver vos, dejala ahí no más y volvé para atrás, cuando la cuente la largamos. Dale, no la cagués ahora...
Agachado, al tacto y con mucha más luz, los dólares parecían buenos pero escasos:
¡¡¡ Vos sos pelotudo!!!.... acá hay menos de la mitad de lo que te pedí................... querés que le metamos...

(Un estruendo, una bala, me atravesó la cabeza: la nuca primero. El tipo del maletín caminó hasta Carrizo, lo saludó con un beso en la mejilla, y se subió al auto. Yo en el piso, muerto y con la boca pegoteada de arena y sangre. Azul, sin vendas ni mordazas caminó y tomó su dinero, antes de volver los ojos y despedirse con una voz muy dulce que no pude escuchar, antes de sentarse frente al volante de su coupé y acelerar para que ya no la volviera a ver) 

No hay comentarios:

Publicar un comentario