martes, 8 de febrero de 2011

Maradona no moja en las finales


La línea blanca se detuvo en el setecientos sesenta, lo mismo que el reloj cuando volvía a los doscientos australes. Una luz roja se apagó. Mientras tanto la avenida, llena de frío y de lo que quedaba de junio, parecía infranqueable. Más cuando veías el cuatro cuatro que se caía a pedazos, por eso le pedí que doblara en la esquina y agarrara por adentro.

Recién cuando cruzamos Alvarado me vinieron ganas de encender un puro; no de fumarlo, de prenderlo y preguntar si le molestaba, a lo que me contestó con un ligero, con un permisivo y estricto movimiento de cabeza; aunque no aceptó mi invitación, también silenciosa. Parecía no haber lugar para palabras: todo el ruido que podían soportar esos asientos de cuerina gastada eran los de la correa reseca y el caño de escape: la radio muy baja. Tal vez por eso le pasé la dirección que tenía anotada en un papel, y él la alejó un poco para distinguirla: detrás de tres vidrios los ojos del viejo parecían grises. Saqué el libro del bolso para terminar las anotaciones, pasé unas páginas, pero el auto se movía demasiado. Entonces le pedí que subiera el volumen de la radio, dos veces, pero debía ser medio sordo, porque tampoco escuchó cuando le pedí que se apurara, que se me hacía tarde. Por suerte en la calle no andaba nadie. Hasta donde sabía ganábamos uno a cero con gol del Tata, hace un rato ya. Insistí con ese tono de quien no quiere la cosa, ¿está escuchando a la selección? Recién ahí pareció darse por aludido el tachero. Ganábamos dos a cero, gol de Valdano, y con suerte llegaría antes de que terminara el partido.

Detrás de tres vidrios los ojos del viejo parecían echar putas. Me quedé mirando el espejo, cada taxi es un mundo dicen, y este era teutón. En el lugar del pobre hombre yo tampoco hablaría, imaginarse que uno deja todo y se viene desde tan lejos para qué, para seguir laburando a los setenta y pico, con este frío, y perdiendo una final del mundo. Digo, si en verdad era alemán. Sin dudas, aunque parecía que el auto no era suyo. Él no podía ser Eduardo Vizconti, el titular del cartelito plastificado. A lo mejor tenía un nombre medio criollo porque el que había inmigrado era su padre, o su abuelo ya de grande, pero con esa nariz, con ese corte de pelo, con esos ojos no podía ser don Vizconti. Con esa barbilla no. En eso la radió interrumpió mi digresión genealógica, amagué a decir algo cuando el chofer, que ya anticipaba mis gestos, subió un poco más…… (barrilete cósmico, por favor, barrilete cósmico)………..Gol de Rummenigge. Era alemán, sí, tenía razón. Eduardo Vizconti no habría sonreído de esa manera, Eduardo lo putearía al ruliento piojoso ese, golpearía el volante y hasta le pifiaría a los cambios seguramente.

Debió haberme visto por el espejo retrovisor, porque inmediatamente bajó el volumen de la radio. Entonces se escuchó el aparatito que pedía un coche en Gral. Savio y Ortiz de Zárate. Cincuenta y tres, cincuenta y tres, en siete minutos por allá, susurró el taximetrero, pero yo le leí los labios, repito, en siete. Mi viaje terminaba a la vuelta del que pedían desde la central, iban casi treinta del segundo tiempo, llegaría para los últimos diez.

La mano fuerte y reseca apoyó el micrófono a un costado de la radio. Recién en ese momento terminé de dar forma a una sospecha que hasta entonces no pasaba de molestia estomacal: el tachero en el Once, revolcando de las barbas a un moishe, de gris, implacable. El tipo era alemán y nacionalista. Por eso apenas si balbuceaba, para ocultar su voz y ese acento rubio y pelicorto. Habría entrado con Perón, antes del cincuenta. Obviamente el taxi no iba a estar a su nombre: Mörder. Detrás de tres vidrios, los ojos del viejo parecían mierda.

Llegamos, lo que da por resultado que pienso una oración por minuto, poco creo yo, tanteé los bolsillos para asegurarme, pero no traía la billetera encima: ya vengo, refunfuñé. Abrió mi hermano y le pedí que me prestara plata para pagar el taxi, el reloj de la tele marcaba treinta y cuatro minutos de la última mitad, treinta y cinco: gol de Völler. Nazi de mierda, a la INTERPOL te voy a mandar, viejo choto. Y encima el brasilero bananero este lo amonesta a Enrique… Bombero!!!!!! Lucrecia apareció con un bolsito y me dio algo de plata, yo la agarré y la arrugué en la mano. No podía esperar a que terminara el partido, me iba a salir muy caro el viaje. Pegué un portazo y volví hasta el auto, el viejo estaba subiendo el volumen de la radio…….

“Gooooooooooooooooooooooooooooooooooollllll, gooooooooooooooooooolllll, de Argentina, BU-RRU-CHA-GAAA”…

¡Tomá hijo de re mil putas, goool la concha de tu hermana, goooooooooolll!- le tiré los australes por la ventanilla baja- ¡goooooooooooooollll!

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