jueves, 9 de diciembre de 2010

Salud, campeón

Aire, aire, necesito aire. Y un poco de agua. Y una garganta nueva. Lo de anoche fue inexplicable, mítico e histórico. Sí, raro, increíble. Porque dirán que es una copa de lache, pero el nombre del torneo es anecdótico. I saw dead people. Incluso la invención de una nueva pirueta, que no supera a la chilena, ni a la rabona, ni al gol olímpico, pero los resignifica por cuestiones sistemáticas, de valor. Saussure ahora también aclara que un gol de palomita no es, entre otras cosas, un gol de “parraleña”. ¿Cuánto valdrá un gol de parraleña jugando al 25?
(Parraleña: acrobacia deportiva consistente en elevarse más que el rival con la única finalidad de  desairar a la defensa, para luego caer y, sin quitar nunca la vista del objetivo y en posición de mesa ratona, impactar la pelota para convertir la anotación. Definición válida sólo en deportes con balón (o bocha, y hasta tejo), como fútbol, vóley, golf o polo.)
Todo eso quedó al margen; habría sido lo más destacado si el partido hubiera seguido como en el primer tiempo. Pero hubo un segundo y dos alargues que cambiaron del todo la cuestión. Al principio sí, muy lindo los colores, la gente, la camiseta azul. Muy lindos los goles raros, incluso el gol de los brasileros fue lindo (aunque, casi por definición, no podía ser de otra manera). Independiente tuvo muchas situaciones claras. Los tres goles (que fueron ocasiones menos claras que las que terminaron afuera), una en la que Tuzzio no llega a empujarla en el área chica, otra que él mismo pifia de tijera por el otro lado, la contra en la que Cabrera le pega demasiado cruzado, otra en la que Battión pasa por arriba, literalmente, a dos jugadores de Goias y no puede definir: córner. El visitante sólo dos: el gol y la primera del partido, por la derecha del área, solo, fuerte, ancha y alta: burro. Con el pitazo de los 45’ sonaba una sonrisa y una mueca aislada: los tres defensores con amarilla: ¡dos en mitad de cancha y una en el área de enfrente! Ansiedad.
El complemento al revés y el alargue al revés: zapatazo de Parra que saca el arquero, centro de Cabrera que casi se cuela para el rojo; tapada de Hilario con dos defensores desparramados, estirada a la derecha y rebote para el costado, dos goles bien anulados, un cabezazo en el palo con el arco vacío y muchos offside para el verde. Pero lo que importa empieza en este punto:.
Para ser sincero, esa situación siempre la había pensado, pero para otros juegos. Sobre todo desde aquel partido de Nicolas Mahut, el francés que perdió el juego más largo de la historia. Porque, ¿a quién se le ocurre que el desempate tenga que ser en tie break? Eso es potenciar el desarrollo al infinito, algo que parece excesivo para un juego, una imbecilidad. Por eso me gusta el truco, si hay empate gana la mano, así de arbitrario, porque se le ocurrió al que puso las reglas. Pero de eso se trata, de reglas, de sentidos. Una regla que contempla que el desempate permita un empate eterno,  es inútil, o no es. Y anula el dicho: hecha la ley, hecha la trampa. Eso me molesta, que niegue la trampa.
En fin, los penales. Los jugadores que patearon, los que convirtieron, los que erraron, los palos, eso se busca y se encuentra en cualquier suplemento deportivo. Lo demás no sé. En total se ejecutaron ¡208 penales! !  Teóricamente imposible, incalculable, pero cierto: todos los tiros terminaban en gol, salvo una pifia por cada equipo, en el mismo turno ¡208! Aunque visto desde esta perspectiva no parece tanto, fue exactamente la cuarta parte de los penales que no se pudieron ejecutar.
Los únicos beneficiados, en principio, fueron los vendedores de gaseosa y de choripanes. Una persona no puede aguantar cuatro días y medio sin comer, por más nervios que tenga. Claro que tampoco los comerciantes estaban preparados para semejante demanda. El último choripán lo pagaron, yo mismo lo vi (y me lamenté por no llevar plata encima) trescientos dieciséis pesos con veinticinco. El árbitro quiso suspender el partido, pero los jugadores de Brasil argumentaban, con razón, que era demasiado engorroso volver al otro día, el hotel, el colectivo, el tránsito. Además no querían pasar un día más en Buenos Aires, después de todo sólo era un penal de diferencia. Por otra parte, la gente había pagado la entrada y se negaba a retirarse con el partido sin concluir. Todas razones válidas que convencieron al colombiano Ruiz.
Evidentemente, después 120’ de correr, después de patear como burros todos esos penales, el cansancio físico se siente, y llegó el momento en que un jugador (Cabrera) no pudo ya ni acercarse a patear cuando le correspondía. Era la oportunidad, respirar profundo, pegarle con el alma, romperle el arco, ser campeón.
Pero el anterior, como dijimos, no dejó de patear por capricho: no daba más. Lógica pura, todos estaban exhaustos, y quiso la naturaleza que el que tenía la chance de ser el héroe (Marcao) tampoco tuvo las energías para llegar hasta el área. Y tampoco el siguiente, ni el otro, ninguno. El árbitro pitaba por obligación, con el aire que le quedaba.
Otro inconveniente que no fue tal: los reflectores no estaban preparados para resistir tanto tiempo encendidos. Pero como ya nadie podía patear, los arqueros no se perjudicaron en nada, ni el referí. La definición se había vuelto esta repetición: jugadores juntos en el círculo central, el juez que preguntaba “¿a quién le toca?” y el jugador respondía en un tono apenas audible su nombre y apellido y agregaba “paso”, y guardaban silencio hasta recuperarse para su próximo turno. Podrían haber mentido, pero preferían decir la verdad, no eran capaces de gritar un gol.
Ésta fue la parte más corta, la última. Según mi reloj de luz azul, algo más de diecinueve horas. Entonces el árbitro preguntó: ¿a quién le toca? Nadie contestó por el lado del visitante. Ya no recordaban el orden, no sabían a quién buscar. El árbitro supo que era una tragedia, que ese jugador no había resistido, pero también comprendió que había una esperanza. Dio la orden: los locales seguían pasando; los visitantes no siempre, a veces callaban. Por fin, a una nueva consulta del colombiano, respondió un quinto silencio brasileño, con lo cual, el colegiado debió suspender el encuentro y dar por ganador a Independiente, otra vez campeón internacional, después de 15 años, el Goiás no podía jugar con menos de siete jugadores: ¡eso es una regla, carajo! Ahora sí, pagar la entrada había valido la pena: campeón sudamericano!!!
Felicitaciones a todos los simpatizantes del club de Avellaneda, a los jugadores, a los dirigentes, al cuerpo técnico, y, en especial, un reconocimiento particular a Guillermo Kenny, el profe del club. Todos sabemos que en el fútbol actual termina prevaleciendo lo físico sobre lo técnico: si Independiente hoy puede festejar, mucho tiene que ver el P.F.

La final concluyó alrededor de la medianoche argentina, por lo que, ante la falta de iluminación, hoy por la mañana se llevaría a cabo el reconocimiento de los visitantes fallecidos.

martes, 7 de diciembre de 2010

Ojo con lo que se viene

 I
El otro día le volé el ojo izquierdo a un compañerito del jardín. Creo que era la izquierda, con la que escribo. Igual no importa, porque escribo mal con las dos manos. En realidad no se lo volé, se lo destruí, se lo hice pedazos, se lo de-sar-mé. Se lo reventé, esa es la palabra, se lo reventé. Dije volé porque primero pensé en hacerlo con la gomera. Me cargaba, que dibujaba feo, que a él le salía mucho mejor. Yo le dije que era un mentiroso (durante esta discusión pensaba). Es verdad. Sos un mentiroso, un hijo de puta mentiroso. Es horrible, es una porquería. Callate, puto. No me callo (ahí dejé de pensar). Entonces agarré el crayón amarillo y se lo clavé en el ojo. Pero era muy blando. Eran muy blandos, el crayón y el ojo. Entonces agarré la fibra, y el lápiz, y el pomo de una plasticola de color. El otro gritaba, yo apretaba el frasquito de plástico y tiraba, para que hiciera vacío, y le iba chupando de a poco la parte blanca. Por suerte la maestra estaba con la directora, si no habría gritado mucho. Mamá no me gritó, me pegó tres o cuatro palazos con la escoba, en la espalda, en los brazos, me dijo que no iba a ver los dibujitos y que no iba a tomar más leche chocolatada los viernes. Vieja puta.
Ahora el pelotudo aprovecha para dar lástima. Encima le compraron un parche que está buenísimo. Yo lo veo desde la plaza todos los días, afuera del jardín, porque no me dejaron ir más. Mejor. Abro la puerta de los taxis y me dan monedas, casi siempre, ya tengo como veintitrés pesos. Y los dos ojos.

II

La escena dura dos, tres minutos, no sé. Primer plano de la pastilla, marca rara, alguna droga de los sesenta, drogas legales, digo. Una voz en off que lee el prospecto, la parte de las contraindicaciones. Corte. Otra pastilla, un poco más chica, roja pero con ese matiz extraterrestre que a veces tienen los medicamentos. La misma voz empieza a leer el prospecto. Entendemos la lógica de la secuencia enseguida, pero no nos aburre. La segunda pastilla es contraindicada en el prospecto de la primera. La tercera en el prospecto de la segunda. La cuarta en el de la tercera. Así desfilan unas veinte pastillas. Un último corte y todo termina con una anécdota. El tipo recibe a una amiga en su departamento (esto no lo vemos, ella es la que lo cuenta). En un momento ella pasa al baño, ve los veinte frascos de colores llenos de pastillas alineados en una repisa. Con un grado razonable de alarma, sale del baño y pregunta: Glenn –porque el tipo en cuestión es Glenn Gould-, vos no estarás tomando todo eso, ¿no? Él (despreocupado): Bueno, no en el mismo día.
En otra escena, Gould –el actor que hace de él- dice que sueña con conocer el Polo Norte. Uno se lo imagina viviendo tranquilamente allá y piensa lo cerca que estamos todos del límite, aunque hagamos como si no.

III

Octavio levantó la vista y sufrió un exceso de verde, como un encierro de décadas y de humedad. Probablemente el cuadro  hubiera sido colorido y redondo en otro tiempo, ahora no mostraba más que un monte de pinos y unas cuantas cotorras con la mueca de quien silba Basket case. Charcos. Lo mismo pensó de la bandeja de las frutas con manzanas verdes y peras, con sandía (¿el pepino es una fruta?) y uvas  Garnacha blanca. Kiwis. Tampoco estaba seguro de no ser daltónico, una sandía roja.
Octavio se sabía raro, pero no imaginaba que tanto. Miró sus manos, empezaban a pudrirse, literalmente. No podía ser la comida, anoche no había cenado, apenas si tuvo tiempo de bañarse cuando llegó de trabajar y de rezar quince minutos a los pies de la cama. Y ahora no eran todavía las once de la mañana, no había tomado tanto mate, por lo que descartó cualquier tipo de intoxicación. Revisó las sábanas y debajo de la cama, nada. Los muebles estaban hechos con esa madera que viene tratada contra el bicho taladro, siempre habían sido más bien verdosos, lo mismo que los vasos, que los había comprado de ese color porque le hacían acordar a los del bar del cuento punk de Fogwill. Si bien en la radio se escuchaba Primavera, la más verde de las estaciones de Vivaldi, no podía hablarse de una música verde, no se trataba ni de Martes Menta, ni de Los Enanitos. Ni de Locura Roquefort, a esos muchachos no los pasan por la radio.
Se paró. Caminó, descalzo. Cuando pateó la mesa del televisor se acordó de dos cosas: de su madre  y de esa película genial de George Romero y Stephen King. Creepshow, esa en la que trabajaba Ed Harris, cuando tenía pelo, y el actor este tan gracioso, que se murió el otro día. Leslie Nielsen, sí, Leslie Nielsen. Bueno, en una de las historias de la película caía un meteorito del espacio exterior, un granjero lo encontraba y se lo guardaba en la casa. A las dos horas el rancho ni se veía, estaba cubierto de una especie de musgo, con tipo y todo. De eso se acordó Octavio, y estaba por salir cuando pispió algo en el piso, cerca de la ventana.
Escoba y pala en mano, con un exceso de verde en los ojos, Octavio se acercó para ver de qué se trataba esa cosa obviamente verde. No llegó a barrer. Al darse cuenta, desilusionado, que no era más que algún resto de acelga o espinaca, prefirió no agacharse y buscar indicios por otra parte, abrir la ventana.
 Abrir la ventana. Entonces, todo el mar que cabía en el departamento abrió las dos hojas de par en par,  y entró hasta llenarlo de agua y de sal. Octavio flotaba con los cachetes inflados pero con evidente gesto de asombro. Una risa de fondo. No salía de la radio, ya no funcionaba.

IV

Se cansó de leer de la manera habitual, la que le habían enseñado de pendejo. Be con a hacen ba; ele, ele y e hacen lle (aunque en realidad hagan ye); ene y a hacen na. Todo junto: ballena. Siempre igual, sin desarrollo. No había cómo no cansarse de esa operación ridícula, hecha de pretensiones de ordenamiento. La comprensión en este sistema se produce por análisis, pensaba, pero todo conocimiento, decía, se genera por intuición. Había que probarlo, eso es otro tema. Era necesario experimentar.
Todo esto lo explico ahora y suena, así todo junto, como si se hubiese dado en algunos minutos. En realidad la cosa fue larga y comenzó, como decía, de pendejo, cuando el papá le enseñaba a leer con la página de deportes del diario; y terminó hace unos años en una institución psiquiátrica de la ciudad (mala comida, un patio de tierra con árboles altos y dos o tres compañeros de internación, entre ellos uno que jugaba a ser un cactus y le daba un aspecto de desierto mexicano al lugar, si uno obviaba las paredes de concreto).
Abandonó, decía, la primera forma de leer que había aprendido. Optó por una técnica nueva, que respondía, decía, a la naturaleza visual de la lengua. Si hubiese podido escribir (lo cual en los últimos años se le hizo conceptualmente imposible), hubiese escrito que una palabra no es esencialmente diferente de un dibujo. Veía la palabra “ballena”, digamos, veía las formas de la aleta caudal en la be, un fino chorro de agua del respiradero en la cima de las dos eles, la cabeza primitiva y rotunda en la a (aunque quizás sería mejor que la ene fuese la letra final). El problema de este método es evidente, era demasiado forzado. Si bien consideraba que todas las palabras del idioma en último término podían percibirse como dibujos, lo cierto es que la mayoría de ellas no elegían el camino más directo. La palabra ciempiés, por ejemplo, ¿no habría sido más natural y fiel escribirla así: “mmmm”?
Fue entonces cuando recibió el primer mensaje. Estaba ahí, claro pero a la vez oculto porque era necesario leer al revés. El viejo le había enseñado todo mal. Con un lapicito rojo extrajo la forma que dibujaban los espacios en blanco entre las palabras. El negativo de la lectura. Empezó a llenar cuadernos de dibujos alrededor de los cuales escribía las mayores incoherencias. Después borraba los dibujos. El sentido estaba en el espacio. Ahí fue cuando su familia empezó a preocuparse un poco. Las boludeces de siempre. Que no se afeitaba, que no se bañaba, que andaba todo el tiempo con ese lapicito rojo de mierda, aunque no podía ser el mismo, porque dibujaba todo el día. Y es increíble ver las cosas que podía sacarle al texto más idiota. Lo bancaron en la casa un par de meses más. El final creo que ya lo conté arriba, ¿no?

V

Ojo con Cthulhu, ya van a volver con el hipocampo cansado…