Descubrí que me gustan las chicas con paraguas. No sé si será el brazo en ele que les descubre las costillas, que las falsea vulnerables y las expone, junto a sus dedos, que gotean como sacos de té verde muy usados.
Tal vez sea que me gusta el contraste entre la imagen cálida del té, una imagen que se mira desde el esófago, desde la nuca, y el frío con que pienso la lluvia famélica. La otra, la lluvia de gotas gruesas, es de verano, y lluvia y té serían lo mismo. También puede ser, de hecho es, que lo que me guste sea el agua. Pero el agua en la forma que adquiere en, alrededor y dentro del paraguas y de la chica que de todas maneras se moja un poco. Y, casi siempre, de eso me gusta el frío, porque busca un calor que no tengo problemas en dar.
Me encanta el olor de las chicas con paraguas, el olor a pasto mojado y a poca gente en la calle sin polvo. El olor a pelo pesado.
El sabor gourmet de una muchacha así, de gustos diluidos, de morder un labio, un sudor, una sangre que sabe a agua. Me gustan las chicas con sus paraguas y su agua porque no es ni inodora ni insípida. Me gusta porque su tacto es suave y resbaladizo.
Me fascina el sonido de las chicas con paraguas, el paso hueco en el aire, el silbido salpicado e inseguro. Tanto la canción como el grito de auxilio que se ahoga de a una gota. Agua que se escurre entre mis dedos. Sobre todo los pocos gemidos de lágrimas que se pierden en el piso mojado. El ruido de las cabezas de las chicas con paraguas contra la baldosa o el cordón de la vereda me gusta mucho. El sonar simpático del cráneo que chapotea. Por eso las golpeo más, y más rápido, y más fuerte hasta que el golpe se vuelve espeso y oscuro.
En verdad me gustan las chicas con paraguas. Y es así que cuando veo que los sueltan, se los devuelvo a las manos pálidas, amarillas o verdes tés fríos aunque ya haya salido el sol. Y además les saco fotos, siempre con el brazo en ele, y me las llevo a casa.
Las guardo en un lugar especial.
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