lunes, 27 de junio de 2011

Individual




Cuando todo el mundo me dice que finalmente no piensa ir al recital ya es de noche. Y si es de noche y encima empieza a llover un frío cala huesos, caigo en la tentación de ser parte de todo el mundo y no ir. Pero el mundo siempre se estira, con toda la furia, hasta cuatro personas: yo me quedo afuera. Entonces, a pesar de las dudas, voy.
El último recital al que llegué solo (el único, tal vez) fue uno de Catupecu Machu, no menos de cinco años atrás. Esa vez era verano, hacía calor, tocaban en la playa (cinco y medio entonces) y no había que pagar entrada. Raro en mí, miro el fondo del vaso medio lleno: quiero una noche de caminar cagado de frío y sentirme desconectado de la humanidad (las calles de noche/ las noche de frío/para sentir que estoy vivo), quiero escuchar música sin auriculares, con poca luz y sin identificar caras receptivas. Ahora o nunca.
El paso siguiente es el viaje (en realidad, por definición casi, el paso ES el viaje). Llegar es confirmar mi ingenuidad: apuro el paso en la última cuadra, son menos diez pasadas, está anunciado en punto, el lugar es chico, ¡el tipo tocó en 678! debe mover multitudes, no tengo ganas de volverme. Podría haber sacado anticipadas, pienso.                                                            Llego. Retiro una entrada chiquita, a todo color, eso sí, 25 pesos (no soy tan chanta de pretender descuento de estudiante): ¡ticket número 7! Y eran casi nueve menos cinco. Seguro que había más gente escuchándolo en el programa de Barone.
Por otro lado, el lado del poco de agua o vino, me cae bien tanta exclusividad. Tanta tranquilidad, mejor.  Vestido de simple mortal, el músico sale hasta el pasillo y se mezcla con la masita (tanto como puede mezclarse en un grupo que no llega a las diez personas). Lucio, para los demás, saluda a todos los presentes menos a mí. Reunión de amigos.                                                                         Mentí: el mundo se estira esta vez hasta una docena de personas, si se me permite, pero yo sigo mirando por debajo de la puerta. Tacho, que se lea así: saluda a todos los presentes.
Claro que, como la concurrencia se multiplica desenfrenadamente hasta llegar a 25, los que llegan tarde se pierden el saludo también, pero con el amparo del idioma sus motivos de estar son distintos a mis motivos de ser. Claro que la hora de inicio estipulada se estira como una sombra a las cinco de la tarde. Si cruzamos las dos variables, el resultado se parece bastante a la sala de espera de un quirófano donde implantan excentricidades.                                                                       No hace falta ser demasiado observador para darse cuenta de que todos lucen operaciones viejas : acentos de una pose indescifrable, boinas y gorros coya súper raros (¡hay una que es idéntica al Flanders francés!, pero sin bigotes), anécdotas de experiencias artísticas exquisitas, pero tan sectarias como incomprobables, felicidad exagerada en cuerpitos que la disimulan muy bien, análisis sofisticados de unos cuantos chicos con síndrome de down que cuelgan de la pared abusados por una cámara fotográfica (¡son unas fotos de mierda! No discriminen (no subestimen) forros: si me las sacaba yo eran fotos chotas, si se las sacan ellos también, eso es igualdad).        Una camilla sale con una recién operada que presenta complicaciones: freakie-vendedora habitante del mundo de 25 personas pasa ofreciendo discos, la paciente que se cree Pepe Le Pew le recomienda un “chiste”: tenés que decir así: si querés el disco sale 30 pesos, si querés el disquito son 30 pesitos…………………………………………………………………………………………………….
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¡Qué humorada! –y la cara dura insiste en decir que ama ese chiste- ¡Qué capacidad para captar clientes! (comunicamos que, durante el período en que se escribieron los puntos suspensivos, Fogwill resucitó con el único fin de pegarse un tiro en sus ya recontra secos testículos)                                                          (basta de chabacanerías, por favor)                                                                                                               (tiene razón, disculpe).                           
 Debido al temor generado por la naturaleza de los síntomas, se procede a desocupar la sala de espera.

A lo que quería llegar es a este punto. Cuando me senté en la primera fila no daba ni dos pesos por el recital, ya se me habían ido las ganas de todo. Sin embargo, Lucio.
El lugar se presta mucho para ese formato íntimo que, si lo separamos de la primera asociación de recital de JAF o Rossana, no está tan mal: el músico, la guitarra y la voz sobre una tarima de uno y medio por uno. De hecho, encarándolo como lo hizo Mantel, estuvo muy bien.
Toda la sobreactuación de la espera ahora se tenía que aguantar con la boca cerrada y el tipo se aprovechó de eso, con simpleza, con naturalidad o como pudo, pero nada de acomodarse el jopo para una foto. Insisto: el formato del recital lo requería. Por lo mismo, cuando encadenó una serie de covers (Björk, Spinetta, Caetano, hasta cerró más tarde con Gilberto Gil) nadie podía recriminarle que había pagado para escuchar sus canciones. Tampoco era del todo creíble un comentario del tipo “hoy me levanté con ganas de cantar canciones de otros”, porque tenía letras pasadas muy prolijas, porque cuando una de esas canciones ajenas por casualidad transitaba la palabra “mantel” él miraba al público y se reía como si jugara en el espejo. Pero sí convencían los chistes espontáneos al sacarse el buzo: “ahora voy a hacer un streape tease … No, mentira, eso es otro precio…. Más barato, claro”. O algún otro cuando se salteaba un tema que no tenía anotado y, después de haber anunciado que sólo quedaban dos, concedía: “bueno, quedan tres, entonces, pero el que quiera irse un tema antes le doy permiso”.
Porque el concepto y las posibilidades del recital no se limitaron a elegir y tocar tales o cuales tracks de cada disco. Se trató de resaltar la importancia del marco: ninguno de los temas de Por algo será (compilado de distintos músicos nacionales con los derechos humanos como motivo- “Mi memoria”, puntualmente, el suyo-) fue compuesto para el disco, pero cuando se los pone a funcionar en el proyecto toman un significado muy distinto. Y, aunque sea otro, aprovecha la idea en el contexto del recital. Basta de pagar una entrada para escuchar un disco en vivo.
Así, por ejemplo, nos enteramos de que va a tocar “Lunar”, una valsa brasilera, que no es un género estrictamente, y que en Brasil hay una palabra para nombrar el brillo de la luna (no me acuerdo como dijo que era), y, si bien en castellano no encontramos una igual, la del título es la que más se acerca y, además, agrega connotaciones nuevas que están buenas.  Así, también, propone un par de ediciones bilingües geniales (y canta mucho más lindo en portugués), y así cuando por fin canta “Mi memoria” se advierte que el hecho de no haberla escrito pensando en la dictadura quedó muy atrás: no hay chances de que la cantara con el mismo sentimiento antes de la aparición del compilado. El escenario es barthesiano: muerte al autor, bienvenida al intérprete. ¿Habrán pensado lo mismo todos los snobs concurrentes?
El show definitivamente había dado por tierra con todas mis malas predisposiciones, aunque  yo no me resignaba y seguía buscando un rincón para la queja: anunciado el último título de la noche, “Nadie en el espejo” seguía sin aparecer.
Pero tampoco pude salirme con la mía en eso, no sólo volvió de los aplausos finales para hacer ese tema, sino que lo trajo acompañado de un chiste sobre Borges y una carpeta nueva para armar listas de winamp: desenchufa la guitarra y se para para cantar, porque a diferencia de otras canciones, la que yo quería tenía “vocación de bis”.
Entonces  sí el umplugged fue absoluto y autista: sin auriculares, sin intenciones, sin conexiones con la humanidad. Si alguien me vio durante esa noche, podrá dar fe.    


viernes, 10 de junio de 2011

Humo (segunda o tercera parte, tal vez cuarta: última)


"Llenan la noche lenta con toda su memoria"











*
Un tiempo después de haber desaparecido del aire, el montón de palabras se esfumó en la longitud de su helicotrema, o al revés. Más acá, en algún puñado de cera de segunda prensada, quedaron  una risa y la intriga del auricular expuestas a dos o tres miradas curiosas. Una patada en el estómago, él sabía que no le iba a contestar cuál era la música que estaba escuchando, aunque se lo preguntara mil veces. Averiguarlo necesitaba un trabajo mucho más fino: el miércoles toca El mató a un policía motorizado en BetaX, consigo entradas si querés venir…


No lo sorprendería el sí, lo sorprendería la velocidad de la respuesta. Y tomaría notas. Conocía la movida: iban a empezar con Provincia de Buenos Aires, tierra mítica, y después mecharían matemáticamente un hit cada tres temas. En una buena noche serían alrededor de seis o siete hits y dos horas de música. Para él eran increíbles y, por lo que desprendía de aquella respuesta apresurada (esa puta costumbre semiótica, psicótica, de leer cada movimiento), creía tener una idea bastante cierta de cómo se iban a dar las cosas: el mejor momento iba a llegar promediando el show, cuando tocaran Mi próximo movimiento: un pogo caníbal que no iba a quedar en eso: gritar el estribillo desde las amígdalas: ahora estoy arriba de mi casa con un rifle: jugar a tener el poder, estirar la mano izquierda, los dedos hacia arriba, el brazo derecho en ele hasta apretar el gatillo: y ella que sigue el juego: sacudir alternativamente los hombros, de vez en cuando la cadera, al compás de balas invisibles, del parpadeo de luces rojas, verdes, azules: tuve miedo pero ya se fue: acercarse lento, olvidarse al menos de los siguientes dos temas, concentrarlos en lo más profundo, en lo más oscuro de las pupilas. Cabeceo, adelante, atrás, adelante, atrás, nadie la merece, adelante. Empezar a escuchar detrás de los auriculares.

*
Dos canciones es el tiempo que tardaría en llegar hasta ellos la desbordada humanidad del cantante, centenares de pares de manos tensas, manos biónicas, que lo deslizan como en una cinta mecánica, como si el rockstar fuera una enorme bola de lomo y sus súbditos la caja de un supermercado chino. Todo eso había dicho la velocidad del sí, pero también había dicho que de verdad se había divertido, que el recital había sido genial, pero que no había caso, el último clon de Santiago Motorizado no cantaba como los anteriores, eso no se discutía. Siempre había un pero, por eso él prefería no entusiasmarse demasiado.


*
A veces es difícil controlar el entusiasmo, otras un poco menos: nada más odioso que ver subir a una vieja y tener que darle el asiento.


*
Y la vieja se sienta con naftalina en los bolsillos y la cara rebalsando cremas. Eso le impide a él una venganza inmediata, una apoyada de bulto en las mejillas rugosas que le arruinaría, para siempre, el corderoy  también rugoso de su único pantalón. La chica de carey se desentiende sin dejar de reírse, mientras saca un libro de anatomía donde el bulto se llama de a pedacitos: testículo, glande, prepucio. La vieja no sabe que ella estudia medicina, chusmea de reojo, se sonroja, y piensa que trabaja en un sex shop. Mojigata. Él sí sabe, de nuevo. Personalmente, prefiere leer cada tanto algún libro de autoayuda (sobre todo uno que recuerda siempre y empieza así: Congoja es la palabra que marchita los ombúes. La farsa del equilibrio perfecto, del llanto que riega y el árbol que crece, se deshidrata por duplicado, en el líquido que se pierde y en la sal en contacto con la corteza), pero ahora mira por la ventanilla.

*
En un balcón, un tipo fuma. Fumar es una forma de decir. En todo caso, si hace humo es imposible notarlo en la densidad del aire. Fuma es otra forma de decir respira. Tal vez por el cigarrillo omnipresente, en los faroles que quedan prendidos allá abajo se exhalan aureolas húmedas, amarillas. Se extrañan los carteles luminosos, las chinas gigantes y tan pálidas que, lejos de vender, asustaban, los puntitos tan gregarios como intermitentes, las columnas impalpables que sostenían, que aclaraban, todo el gris. Generalizar es un capricho retórico y una mentira. Él extrañaba. Echaba de menos algunos brillos, ciertos contrastes, colores en barras verticales, un mute. Mundos extraterrestres, conquistas lunares dermatológicamente testeadas. Nunca conoció a Auldrin ni a Urdapilleta y la ciencia ficción le parecía una redundancia insalvable, sin embargo los envidiaba. Pensaba todo esto antes de llegar al túnel. Un túnel muy estrecho: no pasaban dos vehículos. Le habían enseñado a pensar así desde chico, por acumulación, por yuxtaposición, en el mejor de los casos.  El mundo te habla rápido, muy rápido, no hay tiempo para conectores, no seas boludo, haceme caso, después te fijás, le sacás lo que sobre, o te hacés el que no escuchó nada, le dijeron. Después. Un túnel. Extrañaba un mute. Un túnel tan angosto que no pasan  el colectivo y el auto de al lado a la vez. Acelera el auto. Acelera el micro mastodonte. Él mira para afuera.  

*
Nadie entiende la carrera como el chico desde el asiento de atrás. El chico desde adentro del auto, que, al igual que él, descarta la posibilidad de llegar emparejados a la boca del túnel y estampar sus frentes autoadhesivas contra un montón de titanio. Aunque se da cuenta y por eso juega: la nariz y los labios contra el vidrio cada vez más empañado, las pestañas y las manos en dos dimensiones, arriba, a veces a la derecha, a la izquierda, y saca la lengua.

*
La gente amontonada no entiende de juegos ni de malos modales. Él tampoco, hasta que escucha bufar a la vieja sentada. En su idioma no humano, deduce, debe ser el apócope de “pendejo mal educado, a quién le sacás la lengua, un buen sopapo te hace falta, así vas a aprender”. Entonces se decide. Se tira hacia adelante, busca la ventana, le refriega bien refregada la bragueta: vieja forra, me mancharé el pantalón pero vos no te la vas a llevar de arriba; y apoya las manos, la nariz chata, la boca contra el vidrio. El chico es tan chico que se asusta y se aleja. Pero él sonríe. El auto acelera, se adelanta para que no se note tanto el delay en la reacción del  nene, que ahora, desde la luneta, esconde la lengua y muestra los dientes: lo único blanco en el túnel.

*
El colectivo pierde la carrera. Primero, con el coche, enseguida; después, por diez minutos, con la sombra. Ninguna música. El túnel salva exactamente toda la superficie de la usina eléctrica, que se levanta dos kilómetros hacia arriba. No sabría decir ni el ancho ni el largo. Hasta que sale a pocos metros de la avenida, justo antes de doblar.   

*
Antes de llegar a la esquina ya podían verse los restos herrumbrosos de la cúpula del templo. Él no levantó la vista, pero sabía que estaba ahí. Tanto lo sabía que cuando pasaron por delante, sin mover la cabeza, se persignó con una destreza asombrosa. Pero ella, vieja mediante, no le quitaba los ojos de encima: mueca, ¿sos creyente? Entonces él se sonroja, pero contesta pausado, y recorre sus piernas, como leyendo una respuesta infinita: Sí, aunque menos que antes, cuando era chico hasta actué de Jesús. Ella había leído que a Jesús lo habían matado porque la tenía así de grande, dijo, y le mostraba las dos manos bien abiertas, separadas por casi cuarenta centímetros de aire. Recién ahí la miró a los ojos y perdió el rubor de golpe: yo también lo leí -mintió-, cuando me enteré de eso dejé de actuar. Se rieron.
(La vieja y su infarto eran pateados en el pasillo)

Son las consecuencias de tener la memoria más grande y más rígida que el César. Por eso yo no creo en nada, prefiero pensar que pueden vivir tipos así sin que los maten por envidia, Jesús- insiste ella, descaradamente, y él vuelve a ser de un violeta tímido.

-          ¿Y en el diablo creés?

 Tarda.

-          ¿Y? … ¿creés o no? ¿A qué renunciás?
-          No sé, supongo que sí. Un poco, pero sin los cuernos.
-          Claro. Eso es una costumbre anterior. Muchos pueblos antiguos pensaban a las representaciones del mal con cuernos. Porque las asociaban con la oscuridad, con la noche…
-          ¿Y eso que tiene que ver con los cuernos?
-          La luna, existía la luna todavía. La mayor parte del tiempo se veía en creciente, y el cuarto menguante además. Ahí tenés los cuernos…

*
Luz, él piensa una luz amarilla mientras las palabras suenan cada vez más lejos. Ojea el cielo: un sólo pedazo gris cerrado. Enseguida vuelve a mirarla:
 evidentemente, nunca había hablado: parada junto al cordón, la chica del boleto es el tiempo, y corre despacio. También puede ser la luna.


*
Un bólido rojo descendió hasta el cordón demasiado rápido: cuando la tierra le entró en los ojos, estaba a punto de seguir su marcha. Entonces corrió hasta las escaleras y subió justo detrás de ella, con un pie en el aire y respirándole la nuca con culpa.
Tal vez por la carrera repentina o por el perfume, había olvidado los viajes que vivió en la espera, y no los habría recordado de no ser por el sonido de la boletera que indicaba error. Era ella mostrándole que nada era perfecto: error, error, error…

Él se miró las muñecas y supo, por fin, algo más: es ahora o nunca, ni siquiera tenés que hablar, boludo, alcanza con marcar el pasaje y dárselo en la mano. Siguió mirando y pensó en el tipo de la tele cortándose las venas para saciar la sed de su muchacha, le pareció tan fácil: No importa, yo te saco…

¿Qué decís pibe?, preguntó el chofer a los gritos…
Antes de responder o de llorar, antes de maldecirse para el resto de sus días, repasó rápido todos los rincones del micro: Nada, nada, uno por favor, un boleto, y caminó hasta el fondo del pasillo:


 Por el vidrio de atrás, ella hacía dedo a un par de cuadras y sacudía esa muñeca rota, inútilmente irritada: con el bretel de la remera por la mitad del brazo blanco, con el auricular más granítico del condado. Él arriba, entre la tinta corrida de un papelito cuadrado y el vaho de las tres y cinco; ella tan abajo que ni siquiera sus piernas habrían alcanzado para subir. Un detalle. Si no, todo habría sido muy parecido a lo que había imaginado.   

martes, 7 de junio de 2011

Humo (primera parte)



Sacás un cigarrillo del paquete y lo pesás,
Fumás el cigarrillo, con cuidado, para juntar todas las cenizas.
Pesás las cenizas y la colilla: la diferencia es lo que pesa el humo.




*
La hora, el lugar, el lunar. La ropa con la que subía. Todo de memoria. Lo primero que supo fueron sus ojos; lo último, cuántos gramos de metal cargaba en la oreja izquierda. La sabía así: un rodete negro a medio armar que se extendía en línea recta hasta el flequillo, y el flequillo hasta la frente blanca, estrecha y limpia. Una frente perfecta para escribir un estribillo pop y repetirlo hasta quedarse dormido. Las cejas pintadas con aceite Zanella, los ojos clarísimos y de animé, apenas enmarcados en un carey sintético y borravino. Paralelo al mechón rojo que le cortaba la cara, un auricular prehistórico: CPK53, el último modelo que salió sin regulador de sinapsis. Con memoria expansible hasta 5300 pb y compatible con placa multimedia de sensibilidad estándar. Pero ella solamente escuchaba música. Qué música escuchaba fue lo único que él nunca logró saber. En lo demás su sapiencia era increíblemente detallada: con la chaqueta puesta o con los doce tatuajes a la vista, siempre musculosa negra y jeans. Zapatillas de lona talle treinta y seis y la tacha saltada en el cinto, la tercera de la derecha. El olor, por ejemplo. Las marcas de la muñeca más hinchadas de lo normal.

*
Todo el pueblo se había implantado las terminales magnéticas. No eran el furor de unos años atrás, la demanda compulsiva de quienes imaginaban bases de datos ilimitadas, documentos sin burocracia, historias clínicas y prontuarios actualizados en microsegundos. Un lustro antes, después de meses de prueba, de ajustes mínimos (ubicar el implante en la muñeca y no en la cabeza, como al principio, cuando surgieron los problemas de embolias y trastornos por el estilo), había explotado el mercado. La mayor ventaja la planteaba el sistema de puntos, dinero virtual, sentirse justificadamente una tarjeta de débito con patas. Las posibilidades ante los inconvenientes de seguridad: no más pérdidas, no más robos, no más bloqueos bancarios ni intereses. En realidad, no más bancos. Ese había sido el punto que había servido de impulso al proyecto y el que generó, también, la mayor resistencia.

Existieron fallas reales, estadísticamente insignificantes, apenas se acercaban al medio punto porcentual. Pero el fracaso no tuvo que ver con eso, se debió fundamentalmente a la inseguridad que, patrocinada por las entidades financieras de más tradición, volvió en forma de muñecas serruchadas.

*
Él no sabía nada de eso, ni de estadísticas ni de conveniencias políticas. Se pasaba el día entero en la tapicería, oliendo la humedad de los cartones que tapaban las ventanas, esperando que fueran las tres de la mañana para poder salir a la calle, como todos los que trabajan en negocios clandestinos. Únicamente sabía que al llegar al lugar de siempre la iba a encontrar a ella, y esperaba, metódicamente, todas las noches, que la chica de la parada no pudiera sacar su boleto, que se quedara sin crédito, que se cayera y se doblara la muñeca, distensión de implantes, que simplemente hiciera mucho frío y no tuviera ganas de sacar las manos de los bolsillos. En ese momento iba a estar él, listo para entrar en acción, para entrar en contacto: yo te saco, no te hagas drama. Y agregaría sonriendo, como si se tratara de una broma: en realidad este colectivo me deja lejísimos, pero no podía dejarte a pata. 

*
A lo mejor no se animaba a hablarle, pero estaba seguro que una vez que le sacara el boleto, el resto sería más sencillo. Sabría que se había ganado el derecho a sentarse a su lado y seguramente ella intentaría las primeras palabras.
Vos te lo tomás siempre acá. Yo te veo seguido, estoy segura -tal vez sin tanto pronombre-. Y él contestaría que sí, después de pensar, y descartar, la alternativa de “seguido no, todos los días de los últimos seis meses, exceptuando los domingos, claro, y el jueves y el viernes de hace dos semanas porque estuviste con faringitis”. No se calló por miedo a parecer loco, había calculado la posibilidad: él contestando y ella poniendo cara de “enfermo, hijo de puta, auxilioo”, entonces habría intentado salir corriendo y él la tomaría de la cintura y la sentaría sobre sus piernas. Era tentador, pero no aguantaría el escándalo. Entonces, después del reticente sí, ella seguiría.

-          Muy seguido, ¿cómo puede ser que no hayamos cruzado nunca un saludo?
-          No sé, soy bastante tímido, ni se me ocurre hablar con gente que no conozco…
-          Más si tienen un auricular autista y pasado de moda, ja
-          No, eso no tiene nada que ver. Además está bueno ese modelo, tiene mejor calidad de sonido que los últimos. – con esta respuesta se recibía de imbécil, ella hablaba de auriculares autistas y él desviaba la conversación a los pasillos de la escuela técnica. Otra vez la boca, mucho más que la cabeza, lo condenaba a la rusticidad de engrasarse las manos, a encerrarse en el baño, que siempre era de hombres, y masturbarse pensando en la celadora que baldeaba con el guardapolvos gris desabrochado por completo. Era el último macho alfa perdido en la regla de hermafroditos theta-
-           Sí, está bueno pero es un cachivache. Pero está bien, yo soy bastante cachivache en general, se llama coherencia…
-          No estoy de acuerdo. El CPK53 es un auricular de prestaciones excelentes. Es verdad que 150 pan-bytes es una capacidad de almacenamiento miserable, aunque se nota que lo expandiste un poco, es de diez a doce veces más seguro que cualquiera posterior, el sonido es más limpio, es más sencillo, es cuatro veces más rápido y tiene compatibilidad con varias extensiones de archivo de audio algo anticuadas, pero aceptables, que los demás no traen. Y vos tampoco sos un cachivache…
-          Te digo que sí, mirá… - ella sacó una pantalla diminuta y le mostró una fotografía- ¿Lo vas a negar ahora?
-          Bueno, pero saliste mal, no es que seas…
-          Salí mal porque puedo ser así, si no no saldría mal.
-          Pero que vos puedas salir mal no quiere decir que seas fea.
-          Error. Desde el momento que salgo fea, soy fea.
-          No, a lo sumo fuiste fea, en ese momento.
-          A lo sumo no soy fea en este momento, es una cuestión estadística.
-          Me parece una estupidez.
-          Porque me viste varias veces, pero si sólo me hubieras conocido por esta foto… habría sido fea, para siempre.
-          Una conclusión infame.
-          Jaja, te faltan las patillas en “u”. Nada que ver, ¿no te das cuenta? Es una solución perfecta para cualquier feo: si la mayoría de las veces sos un escracho, siempre tenés otra oportunidad para dejar de serlo. Teniendo en cuenta que la belleza es estadística y que no sabés cuánto tiempo de vida te queda, la esperanza de ser más veces lindo que feo nunca deja de estar latente.
-          Al menos te quita un peso de encima, aunque cada vez que salgas a la calle te griten que sos horrible.
-          Y al que te dice que sos feo le pegás una patada en el estómago, con el talón de lleno a la altura del ombligo. No hay posibilidad de que no sea feo en esa situación. Ahí quedan en igualdad de condiciones.
-          ¿Y la estadística?
Si tenés ganas se lo explicás, le hacés los porcentajes y las cuentas que quieras, total lo vas enredar, los feos siempre entienden más de números que los lindos.