sábado, 23 de abril de 2011

MI garage es un quilombo



Cada vez que miro el garage de mi casa me acuerdo del cuento de Rozenmacher, de “Cabecita negra”. Entre las metamorfosis que puede llevar a cabo la expresión, creo que es la única que podría recordar.
La canción de Rodrigo se escucha. Ni siquiera; se baila (y detesto bailar, mis festejos siempre son temáticos y con la misma consigna: fiesta de sillas de ruedas). No se recuerda.
La telenovela se recuerda pero en su sinécdoque de Agustina Cherri, es decir, de Mili, o de sobrina ciega de grande pa, casi nunca por el color, efectivamente oscurísimo, de sus pelos.
Pensar en el mote antiperonista, sería volverse gorila por un rato. Prefiero guardar mi dosis de reaccionario recalcitrante para cosas mejores.
También suelo optar por el olvido cuando de mi dirección de correo electrónico se trata, y ni se me ocurre que hay dos palabras en latín que se acercan, vaya a saber uno por dónde, a aquel concepto. La realidad es que tampoco hay dos palabras, hay una secuencia de letras: atercapillus.
La media docena de pájaros que habitaron las jaulas de la infancia no existen (Una vez, de chico, encontré en la calle un pajarito y lo agarré en la mano. Un diamante mandarín, me contaron después. Y llevé el pajarito con pinta de enfermo a casa, le puse alpiste y mucha agua. De todas formas, al día siguiente apareció muerto. Ese fu mi primer contacto con la muerte, los pájaros más viejos, los que tuve antes, siempre se habían escapado y repetían la sana costumbre de no cerrar la puerta…).

Decía que me acordaba del cuento, de la biblioteca decorativa del Señor Lanari. Eso porque el garage está lleno de porquerías inútiles, como los libros de tapa dura que el personaje nunca había leído ni pensaba leer. La mayor parte del tiempo (del tiempo conmigo dentro, claro, desde que vivo en esta casa mucho más vieja que yo) ocupado por una porquería más grande que el resto. Un Taunus ’79, azul noche, cuatro puertas, hecho a nuevo, pero sin armar, un auto que no andaba y que no salía nunca de ahí, el primer auto de la historia que tenía fines meramente lingüísticos: quieto, eternizaba el nombre de la cochera, solidario (o tirano), no la abandonaba nunca, temiendo que aquélla dejara de existir.* Da la casualidad que había un amigo de mi papá que tenía un Taunus también, de la misma manera llamativo, pero por sus ruedas enormes, como si hubieran lavado el resto del auto con agua muy caliente para que se achique. La existencia de dos Taunus llamativos equivale a la de dos 147 llamativos. Y, como si fuera poco, este tipo de rodado 21 también se apellidaba, como nadie más que yo conociera, Lanari. La relación, práctica y simbólica, entre garage y biblioteca era justificadísima e ineludible…

* Iba a escribir mueble en lugar de “aquella”, de cochera. Pero el axioma no es reversible. El axioma que asegura que un mueble, como su calidad, se define por lo que tiene adentro, desde una alacena hasta una cama. Considerar al garage como mueble, haría tambalear la prueba de calidad: la mejor comida enaltece, incluso en frases hechas, la precariedad de cualquier tablón; sin embargo, me cuesta pensar que si voy a visitar a un pariente millonario, cuando guardo el fitito estoy degradando el garage, no es tan directa la relación. El más osado de los muebles sería la casa, contenedora de personas: se puede ser de buena casa por más que uno viva en un ranchito.   

… hace unos meses se llevaron el auto que tanto sabía por viejo: el garage sigue lleno de porquerías, ahora es depósito o galpón, mientras dos autos en la vereda no entran nunca. A saber: bolsas llenas de zapatillas agujereadas, herramientas para madera, cemento y metales, un cuadro pintado hace tres años y que no conoce lo que es colgar de una pared, una pelota de fútbol, una de básquet, una de handball, una de rugby, látex y sintético, rojos, verdes, blancos, marrones y violetas, aguarrás, trapos, bolsas, alimentos no perecederos vencidos, productos de limpieza y me cansé. Una suerte de Makro a pequeña escala que nunca tuvo intenciones de vender nada.

¡¿ Con qué necesidad!?

Guardar: pisarla contra el banderín del córner. Sacar del medio pero no tanto. Ordenar y dejar al alcance para uso más o menos habitual.

Archivar: patearla afuera y meterla en el vestuario. Exagerar el guardado haciendo hincapié en el carácter poco habitual del uso y en el orden estricto que facilite el hallazgo.

Garagear: pinchar la pelota y dejarla dentro del arco. Acumular pensando que se quita del camino, al tiempo que se cree fervientemente en la utopía de un uso futuro. No necesariamente debe existir un garage.


Suelo pensar, sin un ápice de imaginación, en el efecto de una carencia anterior, en el recuerdo de la ausencia y en las precauciones, estúpidas, para evitar una nueva. Como quien se niega a tirar juguetes de cuando era chico. Perdón, alguien tiene que decírselo: estás cagado, cuando el cuerpo se te vuelva a achicar, el oso Teddy no te va a devolver la mancha patas largas. En mi caso estoy seguro de que es así, pero me parece también que es un vicio un tanto más generalizado. Un trauma de clase media resucitada.
Cuando Bourdieu habla de hábitos de clase, señala cuestiones de efecto en término de costo-beneficio. La piojosa clase baja procurará hacer rendir su miseria: el máximo de efecto por el menor costo. Al revés, los reconchetísimos Beckham’s derrocharán sus morlacos en detalles prácticamente imperceptibles: compran anillos de oro enchapados en alumino. No hace falta ser un intelectual francés para darse cuenta, ni limitar las observaciones al espectro de las artes, como preferiría uno en ese caso. Cualquiera puede notar la distancia abismal entre un suculento plato de polenta y un gourmette bocadito de caviar, entre una puñalada de Tramontina (trucho, brasilero) y una bomba tirada al mar (perdón por hacerte pensar en León Gieco, oh, inexistente lector). Ergo, Rosas era muy pobre.
En la lógica piramidal, la medianía sería el equilibrio de todas las variables graduales, también para Bourdieu. Bueno, en este caso no. El efecto resulta aún menor que el de cualquier cajetilla, se pasa de rosca y se vuelve defecto. O sea, hay efecto, pero contra la voluntad y/o el beneficio del actante. Llegado este punto se prende la alarma. Anagnórisis: juntar cosas con pretensiones de que alguna vez sirvan para algo, negando ciegamente el mero amontonamiento, la nula posibilidad de aprovechamiento y la inconveniencia que el yenga de residuos implica (Gibson y sus islas construidas enteramente de basura y restos obsoletos de civilización, imagen bastante útil para pensar todo lo anterior si me hubiera dado cuenta al principio), se parece bastante a este texto. Mejor me callo.  

miércoles, 13 de abril de 2011

Biografías II

JONY

I
Él no tiene idea que es el Jony. Qué es el Jony…

II
…y camina descalzo, despacio, sin apuro. Ya ni eso. Jony patea piedras y levanta polvo, hace un ruido molesto en vez de escuchar la tranquilidad del agua que llueve, de los villancicos de todas las ventanas, de los grillos.

III
Tampoco tiene un tren eléctrico Jony. No tiene ton, no tiene son, tampoco voz, no tiene rol, no tiene blog, no wock, ni tos, pop, dios… ¿qué tal tú? u? U?

IV
Jony no practica conocimiento alguno: ni de Kezia ni de su bella Emilia; ni de Oleg Salenko, ni de a un gol siquiera, ni de aguas ni cataratas, ni de Whitman.

V
Sin quererlo. Alguien anuncia su presencia. Pura coincidencia. Así, solamente, se sabe de Jony en el festejo, y se lo saca, por supuesto.

Ella

Le abrieron la puerta y ella empezó a taconear finito, finito en un espacio grande.
 No importa cuándo, una vida para recorrerlo.

Pasillo verde:
Divina, a pesar de la panza enorme, de los ocho meses y medio, compra:
-         Sandalias para los pies hinchados, y para después
-         Remeras exclusivas de Florida, como las que compró en París, como las que piensa comprar en Hong Kong: todas con inscripciones de un amor sajón
-          Otras remeras, para regalo
-         Y luego el abrigo, los guantes, las botas,
 los tapados de piel, siempre,
los lentes
de sol.

Pasillo amarillo:
-         Cremas para el sol y para el frío
-         Loción para después de afeitarse las cejas
-         Sombras  rubias y mantecas de cacao
sin grasas
-         Máscaras, más caras
Que rascan y sacan
Caras
sacras .


Pasillo rojo:

Tal vez más ligero, con la cabeza baja:
 no piensa comprar libros.
Contracción,
 entre el meñique derecho y un pómulo
se retuerce y
escupe el hijo
( en ese viaje vertical y viscoso,
 Inmundo,
alcanza a ver algo distinto,
Vértigo,
Suficiente para arrepentirse de salir)   líquido.
De nariz al piso,
El primer hueso roto,
De cuello quebrado y tanta sangre de adentro
Como de afuera.
Los ojos siempre cerrados y medio llanto, seco.
De sobrepique,
 de volea,
mamá se llena el empeine
Con ese proyectito de pecho.
Y respira
 (el recién casi nacido no).
Antes de sacarse los zapatos sucios, tira algunas
De las remeras baratas en el piso
Y da indicaciones para que limpien.
Ahora renquea, entre los pasillos,
Y se hace tarde.

Pasillo rosa:
Lo rengo se matiza en lo liviano.
Se disimula del todo en la foto:
De nuevo flaca,
Sonríe,
Y perdura.
Después consigue, también, una cámara filmadora.
Todo listo para volver,
 hecha una reina:
Seis kilos menos,
ropa,
 presentes

Y una anécdota.

Pasillo azul: 
Toma una coca fría
 y espera que alguien le saque su boleto de avión.





Gregorio

La primera ola ya se había secado para entonces. Y eso que Gregorio se levantaba a las tres de la mañana.
Cambiaba de barco más a menudo que de polera,  gris.


Cacho

Un agosto lo anotaron con muchos nombres. Un febrero lo bautizaron con otros tantos.
Pero en verdad se llama Cacho. 
Para aquel septiembre podía leer dos páginas de corrido. Se quedaba sin aire, claro, pero contento. 
Algún enero más incierto olvidó cómo caerse de la bicicleta. Cada tanto se acuerda, pero sin querer.
 Dieciséis marzos le trajeron varios sustantivos: un almacén, un hotel, un bolso con diarios de sílabas estiradas, monedas.

Antes, un octubre lo había encontrado como el último de todos: con pantalones largos. Sin Goyeneche y poco mate, ni Dostoievski ni Fogwill, dulce de leche a cucharadas y tres duchas por semana.