viernes, 10 de junio de 2011

Humo (segunda o tercera parte, tal vez cuarta: última)


"Llenan la noche lenta con toda su memoria"











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Un tiempo después de haber desaparecido del aire, el montón de palabras se esfumó en la longitud de su helicotrema, o al revés. Más acá, en algún puñado de cera de segunda prensada, quedaron  una risa y la intriga del auricular expuestas a dos o tres miradas curiosas. Una patada en el estómago, él sabía que no le iba a contestar cuál era la música que estaba escuchando, aunque se lo preguntara mil veces. Averiguarlo necesitaba un trabajo mucho más fino: el miércoles toca El mató a un policía motorizado en BetaX, consigo entradas si querés venir…


No lo sorprendería el sí, lo sorprendería la velocidad de la respuesta. Y tomaría notas. Conocía la movida: iban a empezar con Provincia de Buenos Aires, tierra mítica, y después mecharían matemáticamente un hit cada tres temas. En una buena noche serían alrededor de seis o siete hits y dos horas de música. Para él eran increíbles y, por lo que desprendía de aquella respuesta apresurada (esa puta costumbre semiótica, psicótica, de leer cada movimiento), creía tener una idea bastante cierta de cómo se iban a dar las cosas: el mejor momento iba a llegar promediando el show, cuando tocaran Mi próximo movimiento: un pogo caníbal que no iba a quedar en eso: gritar el estribillo desde las amígdalas: ahora estoy arriba de mi casa con un rifle: jugar a tener el poder, estirar la mano izquierda, los dedos hacia arriba, el brazo derecho en ele hasta apretar el gatillo: y ella que sigue el juego: sacudir alternativamente los hombros, de vez en cuando la cadera, al compás de balas invisibles, del parpadeo de luces rojas, verdes, azules: tuve miedo pero ya se fue: acercarse lento, olvidarse al menos de los siguientes dos temas, concentrarlos en lo más profundo, en lo más oscuro de las pupilas. Cabeceo, adelante, atrás, adelante, atrás, nadie la merece, adelante. Empezar a escuchar detrás de los auriculares.

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Dos canciones es el tiempo que tardaría en llegar hasta ellos la desbordada humanidad del cantante, centenares de pares de manos tensas, manos biónicas, que lo deslizan como en una cinta mecánica, como si el rockstar fuera una enorme bola de lomo y sus súbditos la caja de un supermercado chino. Todo eso había dicho la velocidad del sí, pero también había dicho que de verdad se había divertido, que el recital había sido genial, pero que no había caso, el último clon de Santiago Motorizado no cantaba como los anteriores, eso no se discutía. Siempre había un pero, por eso él prefería no entusiasmarse demasiado.


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A veces es difícil controlar el entusiasmo, otras un poco menos: nada más odioso que ver subir a una vieja y tener que darle el asiento.


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Y la vieja se sienta con naftalina en los bolsillos y la cara rebalsando cremas. Eso le impide a él una venganza inmediata, una apoyada de bulto en las mejillas rugosas que le arruinaría, para siempre, el corderoy  también rugoso de su único pantalón. La chica de carey se desentiende sin dejar de reírse, mientras saca un libro de anatomía donde el bulto se llama de a pedacitos: testículo, glande, prepucio. La vieja no sabe que ella estudia medicina, chusmea de reojo, se sonroja, y piensa que trabaja en un sex shop. Mojigata. Él sí sabe, de nuevo. Personalmente, prefiere leer cada tanto algún libro de autoayuda (sobre todo uno que recuerda siempre y empieza así: Congoja es la palabra que marchita los ombúes. La farsa del equilibrio perfecto, del llanto que riega y el árbol que crece, se deshidrata por duplicado, en el líquido que se pierde y en la sal en contacto con la corteza), pero ahora mira por la ventanilla.

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En un balcón, un tipo fuma. Fumar es una forma de decir. En todo caso, si hace humo es imposible notarlo en la densidad del aire. Fuma es otra forma de decir respira. Tal vez por el cigarrillo omnipresente, en los faroles que quedan prendidos allá abajo se exhalan aureolas húmedas, amarillas. Se extrañan los carteles luminosos, las chinas gigantes y tan pálidas que, lejos de vender, asustaban, los puntitos tan gregarios como intermitentes, las columnas impalpables que sostenían, que aclaraban, todo el gris. Generalizar es un capricho retórico y una mentira. Él extrañaba. Echaba de menos algunos brillos, ciertos contrastes, colores en barras verticales, un mute. Mundos extraterrestres, conquistas lunares dermatológicamente testeadas. Nunca conoció a Auldrin ni a Urdapilleta y la ciencia ficción le parecía una redundancia insalvable, sin embargo los envidiaba. Pensaba todo esto antes de llegar al túnel. Un túnel muy estrecho: no pasaban dos vehículos. Le habían enseñado a pensar así desde chico, por acumulación, por yuxtaposición, en el mejor de los casos.  El mundo te habla rápido, muy rápido, no hay tiempo para conectores, no seas boludo, haceme caso, después te fijás, le sacás lo que sobre, o te hacés el que no escuchó nada, le dijeron. Después. Un túnel. Extrañaba un mute. Un túnel tan angosto que no pasan  el colectivo y el auto de al lado a la vez. Acelera el auto. Acelera el micro mastodonte. Él mira para afuera.  

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Nadie entiende la carrera como el chico desde el asiento de atrás. El chico desde adentro del auto, que, al igual que él, descarta la posibilidad de llegar emparejados a la boca del túnel y estampar sus frentes autoadhesivas contra un montón de titanio. Aunque se da cuenta y por eso juega: la nariz y los labios contra el vidrio cada vez más empañado, las pestañas y las manos en dos dimensiones, arriba, a veces a la derecha, a la izquierda, y saca la lengua.

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La gente amontonada no entiende de juegos ni de malos modales. Él tampoco, hasta que escucha bufar a la vieja sentada. En su idioma no humano, deduce, debe ser el apócope de “pendejo mal educado, a quién le sacás la lengua, un buen sopapo te hace falta, así vas a aprender”. Entonces se decide. Se tira hacia adelante, busca la ventana, le refriega bien refregada la bragueta: vieja forra, me mancharé el pantalón pero vos no te la vas a llevar de arriba; y apoya las manos, la nariz chata, la boca contra el vidrio. El chico es tan chico que se asusta y se aleja. Pero él sonríe. El auto acelera, se adelanta para que no se note tanto el delay en la reacción del  nene, que ahora, desde la luneta, esconde la lengua y muestra los dientes: lo único blanco en el túnel.

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El colectivo pierde la carrera. Primero, con el coche, enseguida; después, por diez minutos, con la sombra. Ninguna música. El túnel salva exactamente toda la superficie de la usina eléctrica, que se levanta dos kilómetros hacia arriba. No sabría decir ni el ancho ni el largo. Hasta que sale a pocos metros de la avenida, justo antes de doblar.   

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Antes de llegar a la esquina ya podían verse los restos herrumbrosos de la cúpula del templo. Él no levantó la vista, pero sabía que estaba ahí. Tanto lo sabía que cuando pasaron por delante, sin mover la cabeza, se persignó con una destreza asombrosa. Pero ella, vieja mediante, no le quitaba los ojos de encima: mueca, ¿sos creyente? Entonces él se sonroja, pero contesta pausado, y recorre sus piernas, como leyendo una respuesta infinita: Sí, aunque menos que antes, cuando era chico hasta actué de Jesús. Ella había leído que a Jesús lo habían matado porque la tenía así de grande, dijo, y le mostraba las dos manos bien abiertas, separadas por casi cuarenta centímetros de aire. Recién ahí la miró a los ojos y perdió el rubor de golpe: yo también lo leí -mintió-, cuando me enteré de eso dejé de actuar. Se rieron.
(La vieja y su infarto eran pateados en el pasillo)

Son las consecuencias de tener la memoria más grande y más rígida que el César. Por eso yo no creo en nada, prefiero pensar que pueden vivir tipos así sin que los maten por envidia, Jesús- insiste ella, descaradamente, y él vuelve a ser de un violeta tímido.

-          ¿Y en el diablo creés?

 Tarda.

-          ¿Y? … ¿creés o no? ¿A qué renunciás?
-          No sé, supongo que sí. Un poco, pero sin los cuernos.
-          Claro. Eso es una costumbre anterior. Muchos pueblos antiguos pensaban a las representaciones del mal con cuernos. Porque las asociaban con la oscuridad, con la noche…
-          ¿Y eso que tiene que ver con los cuernos?
-          La luna, existía la luna todavía. La mayor parte del tiempo se veía en creciente, y el cuarto menguante además. Ahí tenés los cuernos…

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Luz, él piensa una luz amarilla mientras las palabras suenan cada vez más lejos. Ojea el cielo: un sólo pedazo gris cerrado. Enseguida vuelve a mirarla:
 evidentemente, nunca había hablado: parada junto al cordón, la chica del boleto es el tiempo, y corre despacio. También puede ser la luna.


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Un bólido rojo descendió hasta el cordón demasiado rápido: cuando la tierra le entró en los ojos, estaba a punto de seguir su marcha. Entonces corrió hasta las escaleras y subió justo detrás de ella, con un pie en el aire y respirándole la nuca con culpa.
Tal vez por la carrera repentina o por el perfume, había olvidado los viajes que vivió en la espera, y no los habría recordado de no ser por el sonido de la boletera que indicaba error. Era ella mostrándole que nada era perfecto: error, error, error…

Él se miró las muñecas y supo, por fin, algo más: es ahora o nunca, ni siquiera tenés que hablar, boludo, alcanza con marcar el pasaje y dárselo en la mano. Siguió mirando y pensó en el tipo de la tele cortándose las venas para saciar la sed de su muchacha, le pareció tan fácil: No importa, yo te saco…

¿Qué decís pibe?, preguntó el chofer a los gritos…
Antes de responder o de llorar, antes de maldecirse para el resto de sus días, repasó rápido todos los rincones del micro: Nada, nada, uno por favor, un boleto, y caminó hasta el fondo del pasillo:


 Por el vidrio de atrás, ella hacía dedo a un par de cuadras y sacudía esa muñeca rota, inútilmente irritada: con el bretel de la remera por la mitad del brazo blanco, con el auricular más granítico del condado. Él arriba, entre la tinta corrida de un papelito cuadrado y el vaho de las tres y cinco; ella tan abajo que ni siquiera sus piernas habrían alcanzado para subir. Un detalle. Si no, todo habría sido muy parecido a lo que había imaginado.   

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