Cuando todo el mundo me dice que finalmente no piensa ir al recital ya es de noche. Y si es de noche y encima empieza a llover un frío cala huesos, caigo en la tentación de ser parte de todo el mundo y no ir. Pero el mundo siempre se estira, con toda la furia, hasta cuatro personas: yo me quedo afuera. Entonces, a pesar de las dudas, voy.
El último recital al que llegué solo (el único, tal vez) fue uno de Catupecu Machu, no menos de cinco años atrás. Esa vez era verano, hacía calor, tocaban en la playa (cinco y medio entonces) y no había que pagar entrada. Raro en mí, miro el fondo del vaso medio lleno: quiero una noche de caminar cagado de frío y sentirme desconectado de la humanidad (las calles de noche/ las noche de frío/para sentir que estoy vivo), quiero escuchar música sin auriculares, con poca luz y sin identificar caras receptivas. Ahora o nunca.
El paso siguiente es el viaje (en realidad, por definición casi, el paso ES el viaje). Llegar es confirmar mi ingenuidad: apuro el paso en la última cuadra, son menos diez pasadas, está anunciado en punto, el lugar es chico, ¡el tipo tocó en 678! debe mover multitudes, no tengo ganas de volverme. Podría haber sacado anticipadas, pienso. Llego. Retiro una entrada chiquita, a todo color, eso sí, 25 pesos (no soy tan chanta de pretender descuento de estudiante): ¡ticket número 7! Y eran casi nueve menos cinco. Seguro que había más gente escuchándolo en el programa de Barone.
Por otro lado, el lado del poco de agua o vino, me cae bien tanta exclusividad. Tanta tranquilidad, mejor. Vestido de simple mortal, el músico sale hasta el pasillo y se mezcla con la masita (tanto como puede mezclarse en un grupo que no llega a las diez personas). Lucio, para los demás, saluda a todos los presentes menos a mí. Reunión de amigos. Mentí: el mundo se estira esta vez hasta una docena de personas, si se me permite, pero yo sigo mirando por debajo de la puerta. Tacho, que se lea así: saluda a todos los presentes.
Claro que, como la concurrencia se multiplica desenfrenadamente hasta llegar a 25, los que llegan tarde se pierden el saludo también, pero con el amparo del idioma sus motivos de estar son distintos a mis motivos de ser. Claro que la hora de inicio estipulada se estira como una sombra a las cinco de la tarde. Si cruzamos las dos variables, el resultado se parece bastante a la sala de espera de un quirófano donde implantan excentricidades. No hace falta ser demasiado observador para darse cuenta de que todos lucen operaciones viejas : acentos de una pose indescifrable, boinas y gorros coya súper raros (¡hay una que es idéntica al Flanders francés!, pero sin bigotes), anécdotas de experiencias artísticas exquisitas, pero tan sectarias como incomprobables, felicidad exagerada en cuerpitos que la disimulan muy bien, análisis sofisticados de unos cuantos chicos con síndrome de down que cuelgan de la pared abusados por una cámara fotográfica (¡son unas fotos de mierda! No discriminen (no subestimen) forros: si me las sacaba yo eran fotos chotas, si se las sacan ellos también, eso es igualdad). Una camilla sale con una recién operada que presenta complicaciones: freakie-vendedora habitante del mundo de 25 personas pasa ofreciendo discos, la paciente que se cree Pepe Le Pew le recomienda un “chiste”: tenés que decir así: si querés el disco sale 30 pesos, si querés el disquito son 30 pesitos…………………………………………………………………………………………………….
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¡Qué humorada! –y la cara dura insiste en decir que ama ese chiste- ¡Qué capacidad para captar clientes! (comunicamos que, durante el período en que se escribieron los puntos suspensivos, Fogwill resucitó con el único fin de pegarse un tiro en sus ya recontra secos testículos) (basta de chabacanerías, por favor) (tiene razón, disculpe).
Debido al temor generado por la naturaleza de los síntomas, se procede a desocupar la sala de espera.
A lo que quería llegar es a este punto. Cuando me senté en la primera fila no daba ni dos pesos por el recital, ya se me habían ido las ganas de todo. Sin embargo, Lucio.
El lugar se presta mucho para ese formato íntimo que, si lo separamos de la primera asociación de recital de JAF o Rossana, no está tan mal: el músico, la guitarra y la voz sobre una tarima de uno y medio por uno. De hecho, encarándolo como lo hizo Mantel, estuvo muy bien.
Toda la sobreactuación de la espera ahora se tenía que aguantar con la boca cerrada y el tipo se aprovechó de eso, con simpleza, con naturalidad o como pudo, pero nada de acomodarse el jopo para una foto. Insisto: el formato del recital lo requería. Por lo mismo, cuando encadenó una serie de covers (Björk, Spinetta, Caetano, hasta cerró más tarde con Gilberto Gil) nadie podía recriminarle que había pagado para escuchar sus canciones. Tampoco era del todo creíble un comentario del tipo “hoy me levanté con ganas de cantar canciones de otros”, porque tenía letras pasadas muy prolijas, porque cuando una de esas canciones ajenas por casualidad transitaba la palabra “mantel” él miraba al público y se reía como si jugara en el espejo. Pero sí convencían los chistes espontáneos al sacarse el buzo: “ahora voy a hacer un streape tease … No, mentira, eso es otro precio…. Más barato, claro”. O algún otro cuando se salteaba un tema que no tenía anotado y, después de haber anunciado que sólo quedaban dos, concedía: “bueno, quedan tres, entonces, pero el que quiera irse un tema antes le doy permiso”.
Porque el concepto y las posibilidades del recital no se limitaron a elegir y tocar tales o cuales tracks de cada disco. Se trató de resaltar la importancia del marco: ninguno de los temas de Por algo será (compilado de distintos músicos nacionales con los derechos humanos como motivo- “Mi memoria”, puntualmente, el suyo-) fue compuesto para el disco, pero cuando se los pone a funcionar en el proyecto toman un significado muy distinto. Y, aunque sea otro, aprovecha la idea en el contexto del recital. Basta de pagar una entrada para escuchar un disco en vivo.
Así, por ejemplo, nos enteramos de que va a tocar “Lunar”, una valsa brasilera, que no es un género estrictamente, y que en Brasil hay una palabra para nombrar el brillo de la luna (no me acuerdo como dijo que era), y, si bien en castellano no encontramos una igual, la del título es la que más se acerca y, además, agrega connotaciones nuevas que están buenas. Así, también, propone un par de ediciones bilingües geniales (y canta mucho más lindo en portugués), y así cuando por fin canta “Mi memoria” se advierte que el hecho de no haberla escrito pensando en la dictadura quedó muy atrás: no hay chances de que la cantara con el mismo sentimiento antes de la aparición del compilado. El escenario es barthesiano: muerte al autor, bienvenida al intérprete. ¿Habrán pensado lo mismo todos los snobs concurrentes?
El show definitivamente había dado por tierra con todas mis malas predisposiciones, aunque yo no me resignaba y seguía buscando un rincón para la queja: anunciado el último título de la noche, “Nadie en el espejo” seguía sin aparecer.
Pero tampoco pude salirme con la mía en eso, no sólo volvió de los aplausos finales para hacer ese tema, sino que lo trajo acompañado de un chiste sobre Borges y una carpeta nueva para armar listas de winamp: desenchufa la guitarra y se para para cantar, porque a diferencia de otras canciones, la que yo quería tenía “vocación de bis”.
Entonces sí el umplugged fue absoluto y autista: sin auriculares, sin intenciones, sin conexiones con la humanidad. Si alguien me vio durante esa noche, podrá dar fe.