Cada vez que miro el garage de mi casa me acuerdo del cuento de Rozenmacher, de “Cabecita negra”. Entre las metamorfosis que puede llevar a cabo la expresión, creo que es la única que podría recordar.
La canción de Rodrigo se escucha. Ni siquiera; se baila (y detesto bailar, mis festejos siempre son temáticos y con la misma consigna: fiesta de sillas de ruedas). No se recuerda.
La telenovela se recuerda pero en su sinécdoque de Agustina Cherri, es decir, de Mili, o de sobrina ciega de grande pa, casi nunca por el color, efectivamente oscurísimo, de sus pelos.
Pensar en el mote antiperonista, sería volverse gorila por un rato. Prefiero guardar mi dosis de reaccionario recalcitrante para cosas mejores.
También suelo optar por el olvido cuando de mi dirección de correo electrónico se trata, y ni se me ocurre que hay dos palabras en latín que se acercan, vaya a saber uno por dónde, a aquel concepto. La realidad es que tampoco hay dos palabras, hay una secuencia de letras: atercapillus.
La media docena de pájaros que habitaron las jaulas de la infancia no existen (Una vez, de chico, encontré en la calle un pajarito y lo agarré en la mano. Un diamante mandarín, me contaron después. Y llevé el pajarito con pinta de enfermo a casa, le puse alpiste y mucha agua. De todas formas, al día siguiente apareció muerto. Ese fu mi primer contacto con la muerte, los pájaros más viejos, los que tuve antes, siempre se habían escapado y repetían la sana costumbre de no cerrar la puerta…).
Decía que me acordaba del cuento, de la biblioteca decorativa del Señor Lanari. Eso porque el garage está lleno de porquerías inútiles, como los libros de tapa dura que el personaje nunca había leído ni pensaba leer. La mayor parte del tiempo (del tiempo conmigo dentro, claro, desde que vivo en esta casa mucho más vieja que yo) ocupado por una porquería más grande que el resto. Un Taunus ’79, azul noche, cuatro puertas, hecho a nuevo, pero sin armar, un auto que no andaba y que no salía nunca de ahí, el primer auto de la historia que tenía fines meramente lingüísticos: quieto, eternizaba el nombre de la cochera, solidario (o tirano), no la abandonaba nunca, temiendo que aquélla dejara de existir.* Da la casualidad que había un amigo de mi papá que tenía un Taunus también, de la misma manera llamativo, pero por sus ruedas enormes, como si hubieran lavado el resto del auto con agua muy caliente para que se achique. La existencia de dos Taunus llamativos equivale a la de dos 147 llamativos. Y, como si fuera poco, este tipo de rodado 21 también se apellidaba, como nadie más que yo conociera, Lanari. La relación, práctica y simbólica, entre garage y biblioteca era justificadísima e ineludible…
* Iba a escribir mueble en lugar de “aquella”, de cochera. Pero el axioma no es reversible. El axioma que asegura que un mueble, como su calidad, se define por lo que tiene adentro, desde una alacena hasta una cama. Considerar al garage como mueble, haría tambalear la prueba de calidad: la mejor comida enaltece, incluso en frases hechas, la precariedad de cualquier tablón; sin embargo, me cuesta pensar que si voy a visitar a un pariente millonario, cuando guardo el fitito estoy degradando el garage, no es tan directa la relación. El más osado de los muebles sería la casa, contenedora de personas: se puede ser de buena casa por más que uno viva en un ranchito.
… hace unos meses se llevaron el auto que tanto sabía por viejo: el garage sigue lleno de porquerías, ahora es depósito o galpón, mientras dos autos en la vereda no entran nunca. A saber: bolsas llenas de zapatillas agujereadas, herramientas para madera, cemento y metales, un cuadro pintado hace tres años y que no conoce lo que es colgar de una pared, una pelota de fútbol, una de básquet, una de handball, una de rugby, látex y sintético, rojos, verdes, blancos, marrones y violetas, aguarrás, trapos, bolsas, alimentos no perecederos vencidos, productos de limpieza y me cansé. Una suerte de Makro a pequeña escala que nunca tuvo intenciones de vender nada.
¡¿ Con qué necesidad!?
Guardar: pisarla contra el banderín del córner. Sacar del medio pero no tanto. Ordenar y dejar al alcance para uso más o menos habitual.
Archivar: patearla afuera y meterla en el vestuario. Exagerar el guardado haciendo hincapié en el carácter poco habitual del uso y en el orden estricto que facilite el hallazgo.
Garagear: pinchar la pelota y dejarla dentro del arco. Acumular pensando que se quita del camino, al tiempo que se cree fervientemente en la utopía de un uso futuro. No necesariamente debe existir un garage.
Suelo pensar, sin un ápice de imaginación, en el efecto de una carencia anterior, en el recuerdo de la ausencia y en las precauciones, estúpidas, para evitar una nueva. Como quien se niega a tirar juguetes de cuando era chico. Perdón, alguien tiene que decírselo: estás cagado, cuando el cuerpo se te vuelva a achicar, el oso Teddy no te va a devolver la mancha patas largas. En mi caso estoy seguro de que es así, pero me parece también que es un vicio un tanto más generalizado. Un trauma de clase media resucitada.
Cuando Bourdieu habla de hábitos de clase, señala cuestiones de efecto en término de costo-beneficio. La piojosa clase baja procurará hacer rendir su miseria: el máximo de efecto por el menor costo. Al revés, los reconchetísimos Beckham’s derrocharán sus morlacos en detalles prácticamente imperceptibles: compran anillos de oro enchapados en alumino. No hace falta ser un intelectual francés para darse cuenta, ni limitar las observaciones al espectro de las artes, como preferiría uno en ese caso. Cualquiera puede notar la distancia abismal entre un suculento plato de polenta y un gourmette bocadito de caviar, entre una puñalada de Tramontina (trucho, brasilero) y una bomba tirada al mar (perdón por hacerte pensar en León Gieco, oh, inexistente lector). Ergo, Rosas era muy pobre.
En la lógica piramidal, la medianía sería el equilibrio de todas las variables graduales, también para Bourdieu. Bueno, en este caso no. El efecto resulta aún menor que el de cualquier cajetilla, se pasa de rosca y se vuelve defecto. O sea, hay efecto, pero contra la voluntad y/o el beneficio del actante. Llegado este punto se prende la alarma. Anagnórisis: juntar cosas con pretensiones de que alguna vez sirvan para algo, negando ciegamente el mero amontonamiento, la nula posibilidad de aprovechamiento y la inconveniencia que el yenga de residuos implica (Gibson y sus islas construidas enteramente de basura y restos obsoletos de civilización, imagen bastante útil para pensar todo lo anterior si me hubiera dado cuenta al principio), se parece bastante a este texto. Mejor me callo.
La seguridad de los objetos, pg, la seguridad de los objetos...
ResponderEliminarLa seguridad de los objetos, lady mermelada: cuentan que había un bebé físicamente preparado para caminar pero era tan cagón y materialista que no podía hacerlo si no estaba agarrado a algo. Conclusión: sujetó lo más fuerte que pudo una naranja y sólo así logró dar sus primeros pasos. Hasta ese punto "en mi caso estoy seguro de que es así", pero las palabras son objetos también,y no dan ni un poquito de seguridad, por eso el silencio...
ResponderEliminarBueno, no diría que las palabras son objetos. Sí puedo decir que ahora se entiende el gusto de determinado sujeto por el Campari.
ResponderEliminarA veces ni siquiera el silencio: mirá tu sana costumbre de aguarme los anonimatos.
La palabra es un objeto contundente, en términos de Doña Florinda. Tan contundente como un piano: puede caerte en la cabeza o esconderte de la policía (adentro de la caja)-?-. Es tan objeto y tan contundente que se puede estudiar como un sapo abierto o se puede comer como.
ResponderEliminarPor lo del anonimato, fui mucho menos delator que usted, Claude Bernard...